SETTLERS
2021. Dir. Wyatt Rockefeller.
Su traducción literal sería “Colonizadores”. Reza (Jonny Lee Miller) e Ilsa (Sofia Boutella) viven, junto con su pequeña hija Remmy (Brooklynn Prince, extraordinaria), en lo que sería el equivalente de una granja moderna, en algún lugar de Marte. Tienen un cerdo y un marranito. Además, hay un vivero que les da verduras para comer. Por la noche miran al cielo y Reza le indica a Remmy un punto lejano que es la Tierra, de la cual recuerda que nunca vio animales exóticos, solamente perros. La existencia es tranquila y los días pasan sin novedades. Todo va bien hasta que cierto día aparece la palabra “Leave” (váyanse), con la sangre del cerdo. Reza toma su arma y sale a combatir a los que se han atrevido a atacarles. El resultado es su propia muerte, la de otras dos personas, pero sobrevive uno de ellos, Jerry (Ismael Cruz Cordova), quien somete a Ilsa, a la que le da treinta días para irse del lugar.
Sin mucho diálogo, ni explicaciones, ni antecedentes, estamos ante lo que pudiera considerarse una cinta del oeste en el salvaje Marte. El paisaje amplísimo, aunque ahora desolado, con sus tonos rosas y ocres; la granja simple, donde hay cerdos en lugar de caballos, y luego, con el tiempo, gallinas, sin que se tenga idea de dónde surgieron. La familia colonizadora amenazada por alguien que reclama el lugar porque le pertenecía a sus padres, a los cuales abandonó hace años, como si fueran nativos americanos ofendidos por la conquista de sus parajes. Los personajes se mueven sin problema por todo el abierto escenario sin tener problemas para respirar, o sufrir las inclemencias del tiempo. Hay pozos desde los cuales sale el agua para la limpieza o el consumo.
Es una cinta seca, en el mejor sentido de la palabra, que acude al cerebro y la imaginación del espectador para establecer un pasado y los hechos que han llevado a este trío de sobrevivientes a alcanzar el actual punto de su existencia. Tenemos los antecedentes de Planeta rojo (Hoffman, 2000), Fantasmas de Marte (Carpenter, 2001), Los últimos días en Marte (Robinson, 2013) o la espectacular, pero fallida, El marciano (Scott, 2015), cuyos enfoques eran de primera investigación, establecimiento de bases para la permanencia, o el terror mezclado con la ciencia ficción de un futuro muy evolucionado. Ahora es la vida cotidiana en Marte, aunque sea primitiva, solitaria, abierta a otras civilizaciones (Ilsa le confiesa a Jerry que ella mató a su padre cuando los atacó porque se enteró que venían de la Tierra: o sea, ¿de dónde más?).
La cinta se abre a la ley del más fuerte: a la no sociedad que impone sus propias reglas (como ocurría en los tiempos pioneros que se fueron civilizando). Hay muertos sin justicia de por medio. El entierro de cuerpos con las rocas marcianas cubriéndolos. Un robot para mostrar el progreso, pero que no es un personaje dulcificado ni gracioso como los que vemos en las producciones usuales: una simple caja cuadrada, con sensores. Y alguno de los misterios que producen extrañeza en el espectador se irán aclarando, hasta lo necesario. Sin embargo, también está la naturaleza humana. Llegará el momento en que el impulso sexual haga que cambien las condiciones.
En
estos tiempos, cuando Marte se ha vuelto el lugar para pensar en destino futuro
de la humanidad, (además de los intentos de vuelos comerciales al espacio, entre
otros objetivos), la cinta nos muestra una alternativa: imagina que hubo un
esfuerzo inicial que luego se fue desvirtuando. La desolación es mucha y
solamente la imposibilidad de continuar viviendo en un planeta que se torna
hostil y difícil, como es el nuestro, actual, contaminado, huracanado, en
sequía o con los contrastes sociales más extremos que nunca, sería la causa de
buscar ese nuevo hogar: semejante a la de los colonizadores o primeros
pobladores o conquistadores que la historia nos ha enseñado, donde no había más
que esperanza y, encima de todo, una constante y profunda soledad.
Primer largometraje de Wyatt Rockefeller
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