#LADY RANCHO
2018. Dir. Rafael Montero.
La
joven y gorda millonaria Camila Pérez-Mayer (Danae Reynaud), mimada hija de
papi que gasta dinerales en sesiones de compras que duran siete horas, sufre el
enojo y regaño de su madre Fátima (Azela Robinson), pero tiene toda la libertad
que le brinda su padre Jorge (Juan Carlos Colombo) porque piensa que “es algo
que se le pasará”. Esa misma noche, alcoholizada luego de andar por el antro
con su amiga Andy, crea un escándalo al robar su propia camioneta del
martirizado chofer Arturo, ingerir unos “jochos” (hot dogs) sin tener dinero
para pagar, agredir a unos agentes de la policía y ser grabada mientras expresa
su nombre y dice que “todos son mis gatos”, antes de parar en la cárcel. Por
eso aparece en las noticias, se le nombra “Lady Jochos”, y sus padres, para
aplacarla y enseñarle una lección, la dejan en su inmenso rancho, muy alejado
de la ciudad, sin posibilidad de abandonarlo y sin señal para su celular, ordenando
al caporal Juan (Hoze Meléndez) y al anciano peón Eulalio (el legendario Jorge
Victoria) que no le den de comer si no trabaja. Poco a poco, Camila irá
aprendiendo las reglas del juego.
Otra
de las tantas comedias simplonas que han pululado en el cine mexicano de los
últimos años para dar una idea “amable” de nuestra realidad, partiendo de los
estereotipos: en este caso, como en muchas películas que le han antecedido,
tenemos a la chica rica, mimada, ignorante del entorno social que rodea a su
propia clase, y que, al experimentar en carne propia la carencia de sus
recursos más queridos (comodidades y dinero), toma conciencia, y cambia, y
aprende. Nada nuevo bajo el sol: ahí están las muchachas ricas cuyos padres
enviaban al campo para hacerse mujeres en Jóvenes y bellas (Cortés, 1961) donde
cuatro de ellas se enamoraban de sendos hermanos rancheros; uno se acuerda de
la ociosa Mané (Silvia Pinal) en El inocente (González Jr., 1955) que se
enamoraba del apuesto mecánico Cruci (Pedro Infante), decidida a dejar todo
atrás y vivir frugalmente a su lado. O de la bravía Beatriz (María Félix) quien
renunciaba a su mundo aristocrático y decadente para seguir a su hombre (Pedro
Armendáriz) a la Revolución en Enamorada (Fernández, 1946). Sin embargo,
las diferencias son muchas. En el pasado, la ingenuidad y el idealismo se
trastocaban por el amor, el romanticismo. Todo se justificaba porque la época
permitía la validez de la frase “contigo, pan y cebolla”, además de promover la
idea del final feliz. Las chicas se encontraban con muchachos que serían los
siguientes terratenientes del poblado, Mané se iba a su casa en Acapulco para
despreciar y darse cuenta del ardor que le despertaba su mecánico, y Beatriz
dejaba atrás su casona de pueblo. En todos los casos estaba presente la
hegemonía masculina y el sometimiento. Ahora las chicas modernas que adquieren
conciencia deciden volverse empresarias y continuar con un destino económico
semejante, aunque con pequeños matices. A pesar de encontrar a su ideal
masculino, serán mujeres libres y autosuficientes.
La
cinta posee dos tonos: el inicial corresponde al cinismo y la comodidad de
clase. Camila es feliz consigo misma, sigue sus reglas con todo desparpajo, y
no entiende los motivos de que sus padres se enojen: todo es natural para sus
hechos cotidianos, se repiten los esquemas que siguen sus amigos y amigas. Es
la naturalidad del “dificilísimo” de Mané o de que Beatriz encendiera una
cohetería para atacar a su amado o que las muchachas ricas bailaran y cantaran
a pesar del ambiente de campo: un personaje libre, divertido, aberrantemente
altanero. Al cambiar de hábitat, todo adquiere un tono de regaño y moraleja, de
caída y ascenso, de aprendizaje y ambición. De acuerdo con los estereotipos, no
será sorpresa que Camila encuentre una tarántula, caiga en el lodo, o que
provoque que una vieja camioneta se desviele. Tampoco será extraño que aparezca
un apuesto joven que se dedica a realizar labores sociales en un apartadísimo
pueblo en la sierra. Tal parece que, en el cine mexicano de hoy, todo final
feliz debe mostrar una preocupación por el bienestar del prójimo: nada
reprobable si tono y ambiente no fuera tan idealizado, fantástico, de cuento de
hadas. Si ya se nos vendiera tan fácilmente un improbable final feliz.
Al
realizador Rafael Montero le debemos una obra independiente magnífica Adiós
David (1978), un debut industrial muy decoroso El costo de la vida
(1988), y una obra maestra, subestimada, realizada precariamente, pero
indicadora de una realidad muy mexicana Justicia de nadie (1991). Luego,
altibajos terribles que incluyen a la detestable Cilantro y perejil (1996). Se
nota que desde entonces ilustra historias, ya que es un artesano dedicado,
alejado del joven estudiante del CUEC. La cinta nos ofrece a la interesante
Azela Robinson, a la redondísima Delia Casanova de esbeltos recuerdos en El
apando (Cazals, 1975) y un avejentado, pero conmovedor, Jorge Victoria,
actor en tantísimas películas de los años setenta y ochenta, sobre todo en
roles pequeños o secundarios, pero de manera muy constante en aquellas cintas
de violencia, narcotraficantes o ilegales. Le llegó la edad y la posibilidad de
un nicho.
El director Rafael Montero