MATAR
A UN MUERTO
1978.
Dir. Hugo Giménez.
Dos hombres, en un paraje alejado que
bordea con el Paraná, reciben mensajes desde la capital para enterarse que
llegará un número variable de “paquetes” para que dispongan de ellos. Es junio
de 1978, en Paraguay, y los “paquetes” se refieren a cadáveres que sacan del
río para enterrarlos en tierra y encalarlos con el fin de alejar a animales que quieran
escarbarlos. Así se borran las huellas de personas desaparecidas sin que nadie
jamás sepa su destino. Los hombres son Pastor (Ever Enciso) y su ayudante Dionisio
(Aníbal Ortiz) quienes hablan guaraní entre ellos y en español al comunicarse
con la base por un radio de onda corta. Ellos son enterradores por lo que simplemente cumplen
con su trabajo de dar sepultura a los muertos. No obstante, un día se
encuentran con un moribundo y comienza un dilema: ellos sepultan, no son
verdugos.
Pastor
Al inicio de la cinta, Pastor narra la
historia de un perro negro que siempre está al acecho en busca de la sangre
humana para lamerla pero nunca se le ha podido atrapar: escucha ruidos y piensa
que es el animalejo que podría atacar en cualquier momento. Su ayudante es
corpulento, sencillo, y su gran obsesión, por el momento, es saber cómo van los
resultados de la copa mundial de futbol que se está celebrando en Argentina y
lo pregunta a la voz que les llama desde su base o intenta escuchar algún partido en su
destartalado radio portátil que tiene poco alcance. No hay mayor complicación,
solamente una rutina en lo que es un trabajo. Reciben algo que se ha tornado
objeto para procesar. Dionisio, de pronto, se fija en el pecho turgente que
queda al descubierto en el cadáver de una mujer a lo que Pastor le recuerda que
no debe perder tiempo.
Dionisio
El encuentro con el moribundo hace que
Pastor decida que Dionisio será quien lo mate. Inician los intentos sin
resultados. En uno de ellos, a la lastimera víctima le da un ataque de
epilepsia que asusta al inocente ayudante. No queda más que convivir con él
para ir creando un ambiente humano. Se llama Mario (Jorge Román) y es una
migaja de civilización en medio del ambiente de barbarie en ese bosque pleno de
vegetación y cementerio involuntario. Son los tiempos de la dictadura tanto en
Paraguay como Argentina. Los enterradores viven a la sombra indirecta del
terror en la urbe o en el campo: la interacción con un apestado del régimen
ofrece otra visión de la realidad que siempre les toca en su última fase, disminuida.
Mario
Ópera prima del realizador Hugo Giménez
en coproducción múltiple donde destacan Argentina y Francia, entre muchos otros
aportadores para una industria fílmica que tardó en desarrollarse y que
actualmente produce entre tres y cinco cintas anuales, muchas con apoyos
internacionales, y un trío de actores que impacta. En este caso, estamos ante una de las pocas revisiones históricas
que empiezan a hablar, aunque sea metafóricamente, sobre la dictadura paraguaya (Stroessner
permaneció 35 años en el poder). Al ser una ficción quiere reflexionar sobre las múltiples desapariciones que ocurrieron en esos tiempos. El
acecho que deviene temor o la algarabía latinoamericana con el futbol como enmascaramiento
del dolor porque, fuera de ello, se siente la debilidad, la impotencia, el
sometimiento a la injusticia y a la rabia callada, con escasos destellos de solidaridad.
El director Hugo Giménez
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