jueves, 23 de julio de 2020

ENTERRADORES: NO VERDUGOS


MATAR A UN MUERTO
1978. Dir. Hugo Giménez.
         Dos hombres, en un paraje alejado que bordea con el Paraná, reciben mensajes desde la capital para enterarse que llegará un número variable de “paquetes” para que dispongan de ellos. Es junio de 1978, en Paraguay, y los “paquetes” se refieren a cadáveres que sacan del río para enterrarlos en tierra y encalarlos con el fin de alejar a animales que quieran escarbarlos. Así se borran las huellas de personas desaparecidas sin que nadie jamás sepa su destino. Los hombres son Pastor (Ever Enciso) y su ayudante Dionisio (Aníbal Ortiz) quienes hablan guaraní entre ellos y en español al comunicarse con la base por un radio de onda corta. Ellos son enterradores por lo que simplemente cumplen con su trabajo de dar sepultura a los muertos. No obstante, un día se encuentran con un moribundo y comienza un dilema: ellos sepultan, no son verdugos.
Pastor
         Al inicio de la cinta, Pastor narra la historia de un perro negro que siempre está al acecho en busca de la sangre humana para lamerla pero nunca se le ha podido atrapar: escucha ruidos y piensa que es el animalejo que podría atacar en cualquier momento. Su ayudante es corpulento, sencillo, y su gran obsesión, por el momento, es saber cómo van los resultados de la copa mundial de futbol que se está celebrando en Argentina y lo pregunta a la voz que les llama desde su base o intenta escuchar algún partido en su destartalado radio portátil que tiene poco alcance. No hay mayor complicación, solamente una rutina en lo que es un trabajo. Reciben algo que se ha tornado objeto para procesar. Dionisio, de pronto, se fija en el pecho turgente que queda al descubierto en el cadáver de una mujer a lo que Pastor le recuerda que no debe perder tiempo.
Dionisio
         El encuentro con el moribundo hace que Pastor decida que Dionisio será quien lo mate. Inician los intentos sin resultados. En uno de ellos, a la lastimera víctima le da un ataque de epilepsia que asusta al inocente ayudante. No queda más que convivir con él para ir creando un ambiente humano. Se llama Mario (Jorge Román) y es una migaja de civilización en medio del ambiente de barbarie en ese bosque pleno de vegetación y cementerio involuntario. Son los tiempos de la dictadura tanto en Paraguay como Argentina. Los enterradores viven a la sombra indirecta del terror en la urbe o en el campo: la interacción con un apestado del régimen ofrece otra visión de la realidad que siempre les toca en su última fase, disminuida.
Mario
         Ópera prima del realizador Hugo Giménez en coproducción múltiple donde destacan Argentina y Francia, entre muchos otros aportadores para una industria fílmica que tardó en desarrollarse y que actualmente produce entre tres y cinco cintas anuales, muchas con apoyos internacionales, y un trío de actores que impacta. En este caso, estamos ante una de las pocas revisiones históricas que empiezan a hablar, aunque sea metafóricamente, sobre la dictadura paraguaya (Stroessner permaneció 35 años en el poder). Al ser una ficción quiere reflexionar sobre las múltiples desapariciones que ocurrieron en esos tiempos. El acecho que deviene temor o la algarabía latinoamericana con el futbol como enmascaramiento del dolor porque, fuera de ello, se siente la debilidad, la impotencia, el sometimiento a la injusticia y a la rabia callada, con escasos destellos de solidaridad.
El director Hugo Giménez

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